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dimecres, 09 abril de 2025 | 3a Època | Edició núm. 16.138 | Pla de Ter (Gironès)

Els mil i pico

: : Els mil i pico París rep els alumnes de 2n de Batxillerat de l'INS Santa Eugènia: una experiència única Fa uns dies, els alumnes de 2n de Batxillerat de l'Institut Santa Eugènia, ara ja graduats, vam fer l'esperat viatge de final de curs 2017-2018 i vam visitar París. Des d'un inici vam sortir de Girona amb il·lusió, emoció i nervis. Després d'un llarg viatge en avió i autobús vam arribar a l'hotel, on ens…

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: : Cultura > Ketdiuen!? :: Isidre Pallàs | 12·07·2004

Calcetines lejanos

Simran |

El sargento Humberto Rupiáñez aparcó con delicadeza su scooter junto a la pared del viejo edificio de la Subdelegación del Gobierno, donde trabajaba desde hacia ya más de diecisiete años. Hacía ya cinco que venía en moto al trabajo en la oficina de extranjería, excepto los días de lluvia y frío, en que se desplazaba con su flamante e inaparcable 4×4. Hacía ya tantos años que seguía la misma rutina que se le había oxidado el saludo.

Siempre dejaba la moto en el mismo sitio, bajo la ventana del Departamento de Entregas. De éste modo podía verla desde su mesa de trabajo.

Los inmigrantes hacían cola desde primera hora de la mañana, con frecuencia ésta daba la vuelta al edificio. En aquella cola diaria y triste había siempre de todo, trocitos de mundos lejanos puestos uno detrás del otro. Pero hacía ya tiempo que el sargento Rupiáñez no los veía.

En más de una ocasión alguno de ellos, cansado de la larga espera bajo el sol, el viento o la lluvia, se apoyaba en la scooter del sargento, que siempre estaba alerta. Ésos eran los únicos momentos en que se rompía la rutina inalterable del trabajo. El sargento Rupiáñez se levantaba entonces de su silla, pausadamente, disfrutando del momento, y daba unos golpecitos en el cristal de la ventana. El magrebí, cubano, filipino o chino, o la muchacha escandinava, saltaban como movidos por un resorte al ver a aquel policía con cara de pocos amigos. El sargento, pues, regresaba satisfecho a su trabajo.

Ahmed El Sahnaoui había llegado cruzando el estrecho en patera hacía ya tres años. Treinta y siete personas subieron a la precaria embarcación una tarde turbia de marzo. Sólo doce llegaron a la costa española, siete de los cuales fueron detenidos. Los otros cinco, Ahmed entre ellos, lograron sobrevivir al mar, al hambre y a la Guardia Civil.

Ahora Ahmed intentaba, por enésima vez, regularizar su situación. La respuesta siempre era la misma: no hay nada que hacer. No tenía parientes viviendo legalmente en España, y aunque le ofrecieran un buen trabajo tendría que ir a buscar un visado a su país. Él no quería ni podía regresar.

Llevaba tres años trabajando en las faenas que nadie quería, sin contrato ni seguro médico, por un sueldo de miseria. Quería traerse a su mujer y a sus dos hijas. Necesitaba los papeles. Empezaba a desesperarse.

Otra mañana más en la interminable cola de Extranjería. Estaba muy cansado, todo lo que se puede estar después de años de injusticia. Se sentó sobre la moto aparcada junto a la pared. Al cabo de unos segundos oyó unos golpecitos en el cristal de la ventana, sobre su cabeza. Un Policía Nacional malcarado le indicó que se levantara de allí. No hizo caso. Estaba demasiado cansado, ya no tenía nada que perder.

El sargento no se lo podía creer. Siempre se habían levantado. Estaba muy excitado. Abrió la ventana e increpó al joven, que hizo como quien oye llover.

Ahmed sólo era consciente del vacío de su estómago

El sargento salió a la calle, muy nervioso, a enfrentarse con el muchacho. «Cómo es posible, un moro sentado en mi moto, delante de mis narices». Ahora iba a saber quién era la autoridad aquí.

Ahmed estaba ya derrotado. La indiferencia se había apoderado de él. Apenas oía los gritos del policía. Todo le daba igual. Y cuánto más gritaba el sargento, más se reían los inmigrantes de la cola. Forcejeó con el joven a fin de hacerle bajar de la moto, pero el chico no se movió. A partir de aquel momento el sargento declaró no recordar nada más. Lo dominó la ira y le propinó una soberana paliza al muchacho, que ni siquiera intentó defenderse, ante la mirada atónita de la gente de la cola, que tampoco se movió.

Dos semanas después, Ahmed recuperó la consciencia en el hospital. Tenía tres costillas y dos dientes rotos, y le habían tenido que extirpar el bazo. Lo peor había sido el traumatismo craneoencefálico, pero cuando recuperó la consciencia los médicos, y por supuesto el sargento Rupiáñez, respiraron aliviados.

Estuvo ingresado unos días más, comiendo tres veces al día y durmiendo en sábanas limpias. Cuando salió lo acomodaron en un piso de la Cruz Roja, con otros refugiados de guerras lejanas y desconocidas.

Y no solo eso, sino que al cabo de un mes le fue entregada su tarjeta de residencia, y al poco tiempo tenía un contrato de trabajo, de un trabajo, «de verdad», con horario, salario y Seguridad Social.

El Sargento Rupiáñez fue degradado y enviado a los sótanos de la Subdelegación, donde archivó quince años más de su vida, sin ventanas.

Pero ya no las necesitaba. De los días interminables en que Ahmed estuvo en el hospital había nacido una amistad. Y cada tarde, Humbe, vestido de paisano, se dirigía al mismo bar en la misma esquina a jugar unas partidas de dominó con Ahmed, dos senegaleses y un gambiano que jugaba de maravilla.

Como dice Ahmed, actualmente propietario de un restaurante marroquí y dos locutorios, la vida es como un calcetín: «tú tienes calcetín sucio, tú das vuelta y calcetín nuevo. Tú tienes vida mala, sargento da vuelta a ti, y tienes vida nueva.»

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